Pasé toda mi infancia y juventud en Sestao, un pueblo industrial cercano a Bilbao donde se encontraban grandes fábricas que daban empleo a varias decenas de miles de trabajadores, la mayoría llegados de distintas provincias de España. Las mayores empresas del sector del metal eran Altos Hornos de Vizcaya, Astilleros Españoles-La Naval, Babcock & Wilcox y General Electric. En aquellos años de la transición de la Dictadura de Franco a la democracia, pasamos de cantar el Padre Nuestro y el Cara al Sol en 2º de EGB a tener maestros comprometidos con la democracia recién conseguida. Sin embargo, la policía y la guardia civil reprimían con dureza las protestas obreras y estudiantiles, mientras que, a la vez, permitían el tráfico de drogas, como si formase parte de un plan preconcebido. En la puerta de la escuela pública a la que yo iba, General Mola, fui testigo de cómo un hombre regalaba envoltorios con polvo blanco a niños de mi curso, 6º de EGB. La asociación de padres consiguió el compromiso por parte de los maestros de vigilar para que aquello no se volviera a repetir. Fueron muchos los jóvenes de Sestao convertidos en adictos a la heroína que robaban a sus padres en casa y a nosotros a punta de navaja en las calles. Cuando les reconocíamos a lo lejos, cruzábamos la calle hasta la otra acera para evitarlos. Por las noches robaban los radiocasetes de los coches o forzaban las cerraduras de los bares y rompían las máquinas tragaperras para llevarse el dinero.
Recuerdo la escena de cómo el padre de uno de ellos acercaba su cara a la de su único hijo para confirmar que seguía con vida mientras permanecía echado, como muerto, en uno de los bancos de la Gran Vía de Sestao. Parecía increíble que muchos de aquellos jóvenes, que apenas conocían las calles de Sestao y los pueblos de sus abuelos, estuvieran muriendo por una droga producida en las montañas de Afganistán, traída no se sabe cómo ni por quienes, y que, diluida, se inyectaban en las venas con aquellas jeringuillas que luego abandonaban en diversos lugares del pueblo, por ejemplo, justo detrás instituto de bachillerato. Con bastante frecuencia veía esquelas con la fotografía de alguno de los niños con los que había ido a la escuela, luego rebautizada como Rebonza y este mismo año completamente derruida, dejando al aire un gran solar donde está prevista la construcción de una residencia de ancianos. Aquellos jóvenes morían por su adicción a la heroína, y también por enfermedades como el SIDA o la hepatitis, que se contagiaban entre ellos al compartir las jeringuillas. Sestao era un pueblo contaminado y mal urbanizado y no sé si eso influyó en que dos alcaldes del PSOE, a la vez que ostentaban la alcaldía de Sestao, fueran vecinos de Getxo, en la margen derecha de la ría de Bilbao, más limpio y mejor urbanizado. Definitivamente, en aquella época Sestao no era un lugar favorable para la educación y el desarrollo de los jóvenes. Actualmente, no queda rastro de los toxicómanos y, gracias a la desindustrialización casi completa de la Margen Izquierda, Sestao disfruta del aire limpio y aquí han encontrado un domicilio a precio asequible las personas que no se lo pueden permitir en Bilbao o Getxo.
Cuando estaba a punto de terminar 8º de EGB mi padre me preguntó si quería presentarme a las pruebas para entrar en la escuela de aprendices de La Naval o si quería seguir estudiando. Para entonces, yo sabía, por otros niños uno o dos años mayores que yo, lo que aquello suponía: asegurarse un empleo y un buen salario para toda la vida como delineante, calderero o soldador, y con tan solo 16 años tener un salario que me hubiera permitido llevar una vida muy distinta a la que tuve hasta que empecé a trabajar de guarda forestal, ya con 29 años. Seguir estudiando era entrar en el terreno de lo desconocido, ya que nuestros padres fueron los primeros obreros que pensaron que sus hijos estudiaran una carrera universitaria era una idea razonable y económicamente viable.

Junto a varios jóvenes, mis amigos del barrio, crecimos con fuertes nexos de unión: el Grupo Ecologista Vida Verde, los documentales de Félix Rodríguez de la Fuente, Jacques Cousteau y Carl Sagan, la música de Mike Oldfield y El Último de la Fila, o los libros de Tolkien y Miguel Delibes, y con ellos estudié en el instituto de bachillerato de Sestao, donde tuvimos buenos profesores, la mayoría convencidos de que realizaban una labor importante. Cuando terminé 1º de BUP, en julio de 1984, con poco más de 13 años, fuimos en tren, autobús, autostop e incluso andando hasta Torla, en el Valle de Ordesa, donde pasamos una semana y otra más en un pueblo del norte de Burgos, con Javi Sánchez y Pedro Perales como guías y líderes. Desde nuestro campamento cerca de Torla, bien escondido por indicaciones de la Guardia Civil, subimos y bajamos a la cima de Monte Perdido tras una larga jornada de unas 17 horas que comenzó con un gran madrugón y el uso de linternas para ver el lugar dónde poníamos los pies. Al regreso, nos confundimos de camino y decidimos cruzar el río cerca de las Gradas de Soaso y la fuerza de la corriente me arrancó de la mano una bota y un calcetín. Llegué a Torla con una bota en un pie y un calcetín en el otro. Sin duda, un día inolvidable.
En 2º de BUP, tal vez por influencia de las malas compañías, no me fue tan bien con las asignaturas, pero enderecé mi camino y ya en 3º de BUP y COU no sufrí tanto con los exámenes. Tras aprobar la Selectividad, en septiembre de 1988 comencé la licenciatura de Biología en la Universidad del País Vasco. Los jóvenes de la numerosísima generación de 1969 llenábamos las clases de primer curso de carrera de las distintas facultades, y ante la falta de sillas y sitio para ellas, parte del alumnado se sentaba en el suelo o permanecía de pie, mientras tomábamos los apuntes de los profesores que, en general, leían a tal velocidad que solo los conocedores del arte de la taquigrafía podían copiarlos al completo. Había un profesor del que decían que tenía "respiración cutánea", ya que era imposible detectar en qué momentos respiraba mientras leía sus apuntes a una velocidad inusitada. La exigencia académica, básicamente la demostración en los exámenes de la capacidad memorística de cada cual, era muy alta, y muchos estudiantes no lograban aprobar ni una sola de las cuatro asignaturas de primer curso y con eso les echaban de la carrera. Ese fue casi mi caso, ya que aprobé biología con un 5 que me puso el profesor de la "respiración cutánea" en la convocatoria de septiembre. Los siguientes dos años no fueron mucho mejores y aprobé matemáticas de 1º en la convocatoria de gracia. Los últimos cursos, ya en clases medio vacías, me fue mejor, pero, aun así, tardé 7 años en terminar una licenciatura de 5 cursos.
Después de que desapareciera el Grupo Ecologista Vida Verde, varios amigos nos incorporamos a la Sociedad de Ciencias Naturales de Sestao, donde, además de realizar trabajos de investigación sobre fauna vertebrada, tuvimos la oportunidad de aprender mucho de otras disciplinas de las ciencias naturales, en mi caso especialmente de botánica, a la que, desde entonces, he dedicado tanto tiempo e ilusión como a la zoología. Intenté entrar en el Departamento de Botánica de la Universidad del País Vasco, pero el catedrático me explicó que con mi expediente académico era imposible porque no podría acceder a ninguna beca de investigación. Casi a la vez, una profesora me ofreció entrar en el Departamento de Antropología, pero en ese momento no era lo que más me interesaba. Acabé la carrera en 1994 e hice las 400 horas presenciales del Curso de Adaptación del Profesorado en la Universidad del País Vasco, mientras que otras personas lo hacían con solo pagar una cantidad de dinero indecente por la matrícula para un curso a distancia y a alguien que se encargase de preparar y entregar los trabajos escritos requeridos en la Universidad de Navarra del Opus Dei. Aprovecho para contar que nunca he creído en Dios, ni en mi más tierna infancia, aunque he leído con atención Los Evangelios y, con menos atención, porque no se la merece, buena parte del Antiguo Testamento. Mi versículo favorito es Mateo 19:24, donde se lee la siguiente frase de Jesús a sus discípulos: "Y otra vez os digo, que es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios". En el verano de 1994 comenzamos de novios mi mujer, Maite, y yo. Un día me preguntaron por mis creencias religiosas y yo, que odio las mentiras, les expliqué que era ateo y un poco anticlerical, pero que solo un poco porque los curas nunca me habían hecho nada malo.
También entonces comencé a estudiar euskera en el euskaltegi de Sestao con la idea de preparar oposiciones para profesor de secundaria. Con muchas ganas de aprender esta lengua y la cultura asociada, tras 6 años de intensa dedicación, en el año 2000 obtuve el título EGA, un equivalente del C1 actual. Ese mismo año la Fundación Marcelino Botín publicó un libro al que dediqué unas 400 horas de trabajo y que titulé "Aves acuáticas y marinas de las Marismas de Santoña, Victoria, Joyel y otros humedales de Cantabria". La idea era obtener algún beneficio económico después de tanto esfuerzo, pero me conformé con los 50 ejemplares que me dieron y que pude regalar a mis familiares y amigos. No todo el mundo supo apreciar en su justa medida el logro de redactar y conseguir que me publicaran aquel libro y alguien lo comparó con el hecho de que uno de mis primos hubiese cazado un jabalí. Como un amigo me dijo, irónicamente, "es que un libro lo puede escribir cualquiera, pero para matar un jabalí hacen falta dos cojones".
Disfruté mucho de mi etapa como educador ambiental en Haizelan S. Coop. y tuve conciencia de lo mucho que los niños aprenden fuera de las aulas, por ejemplo, en un huerto escolar o en las excursiones al campo o el monte. Recuerdo como si fuera hoy el día que un niño de unos 10 años miraba fijamente a una vaca en las afueras de la ciudad de Orduña. Le pregunté sobre qué era lo que le asombraba tanto y me contestó que creía que las vacas tenían el tamaño de los perros, y en buena lógica, estaba asombrado de tener tan cerca un animal tan grande. Unos años más tarde, también me gustó enseñar química a aquellas mujeres que lograron acceder a la diplomatura de enfermería tras superar sobradamente los exámenes de selectividad para mayores de 25 años.
En el verano de 1999, pasados ya 5 años desde que terminase mi carrera de biología, y con un total de 15 meses cotizados a la Seguridad Social, un buen amigo me ofreció la posibilidad de entrar a trabajar en un Carrefour descargando camiones. Aunque en 1995, animado por mi tía Mila, ya me había presentado a las oposiciones de guarda forestal de Castilla y León, no había vuelto a pensar en ello hasta que una persona cercana me animó a presentarme a las plazas de guarda forestal convocadas por la Diputación Foral de Bizkaia en 1999. A pesar de creer que aquellas plazas ya estarían adjudicadas de alguna manera, preparé por mi cuenta en poco más de 60 días los temas de los que sabía menos: legislación y explotación forestal, además de entrenar las pruebas físicas.
El caso es que me quedé a las puertas de entrar fijo, a 17 centésimas (hay números que no se olvidan y una pregunta test valía 20 centésimas), pero quedé el primero en la bolsa de sustituciones. Se me hizo muy larga la espera hasta que entré como funcionario interino el 17 de julio de 2000, hace hoy 25 años. Tras dos años y medio en una plaza de caza y pesca del Barbadun, en un concurso de traslados, un funcionario de carrera escogió mi plaza y yo me fui a la suya, que era la de guarda de montes de Muskiz en enero de 2003. Por miedo a que en la siguiente convocatoria de oposiciones incluyeran como requisito una titulación específica, en el año 2001 obtuve el título de Técnico Especialista Forestal en Navarra.
Ya en el verano de 2005, con una hija pequeña, mi mujer también preparando oposiciones y la hipoteca del piso, me presenté de nuevo a las oposiciones de guarda forestal en Bizkaia y obtuve una de las plazas de funcionario de carrera. El 25 de enero de 2006 comencé a trabajar como guarda forestal de caza y pesca del Nervión, en la misma plaza que sigo hoy en día. Cualquiera que lea esto es porque sigue mi blog y por él sabe que tantos años después sigo sorprendiéndome y disfrutando con la fauna, la flora o la historia de esta zona en la que trabajo. ¿Qué es lo que debe gustarte para ser guarda forestal? Dos cosas: la Naturaleza y, a ratos largos, la soledad.
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